sábado, abril 30, 2005

mientras más solo, mejor

XI. En las Torres de Limatambo

Ella se peleó con su mamá una noche de verano de 1998. Era sábado y Miriam llegó a su casa con aquel chico, Iván (moreno, de pelo largo y tórax) llegó con aquel chico y lo metió a la cocina, se besaron, y no pasó un par de minutos sin que ambos, llevados por la excitación, se quitaran de a pocos la ropa.
Miriam le bajó primero la bragueta, le bajó el pantalón y se la empezó a chupar. Al rato, él le bajó el calzón (aprovechando que llevaba falda) y le lamió la vagina. Cuando por fin estuvo lo suficientemente mojada, él se la metió, y ella no pudo contener un pesado grito.
Malena se despertó. La oscuridad de la habitación la hizo temblar. Aquel grito la desconcertó un tanto pero a la vez la hizo desear dormir más. Un dolor en el pecho (parecido a una taquicardia, pero a la inversa) le oprimió el cerebro y la obligó a levantarse rápido de la cama (aletargada todavía por el Xanax) e intentar averiguar qué sucedía. La luz del televisor, que iluminaba su cama de dos plazas, la angustió todavía más. No le gustaba dormirse con la televisión prendida, sabía que la imagen era terrible. Miró su reloj digital. Los numeritos indicaban 3 y 40 respectivamente. Supo entonces que el grito de abajo no era otra cosa más que de placer (y reconocía la voz de su hija Miriam en cualquier circunstancia) esto la hizo levantarse inmediatamente de la cama. Las piernas le flaquearon un tanto, debido al aletargamiento del barbitúrico. Pronto, el aire desinhibido del Xanax la hizo también estar en la cocina. Conforme fue llegando allá, los gemidos y los golpes dejaron de ser tan solo una ilusión más en la cabeza de Malena.
Miriam había salido de casa a las nueve. Había ido a una reunión (o al menos eso le dijo a su madre) estuvo bebiendo alcohol, y drogándose. Luego, sin pensar en nada, había llevado a aquel chico a su casa. Malena había tomado pastillas y había visto el noticiero hasta quedarse dormida. Después había esperado a que llamase el señor Ramallo. Pero fue inútil. Miriam gemía en voz baja. De a ratos musitaba cosas, o se reía, y miraba somnolienta la luz amarilla contrastar con aquellos árboles enormes y frondosos. Las ventanas en la cocina abarcaban más de la mitad de la pared, el escenario estaba en penumbras. Continuaron tirando.
Malena esperó un par de minutos antes de tomar conciencia. Sus funciones motoras aún le tardaban considerablemente, tomando en cuenta todas las contraindicaciones. Prendió la luz de la sala. Miriam y su acompañante dejaron de tirar, asustados, se reincorporaron, se vistieron y simularon hacer cualquier extraña estupidez. Malena entró en la cocina. Con la luz prendida y en bata, Malena lucía acabada. Le faltaba el maquillaje, la buena ropa, la presencia de su esposo. Le faltaba juventud. No pudo decir nada. Iván tomó sus cosas y se fue. Miriam, notando lo tensa de la situación, disimuló con facilidad su estado.
Miriam no respondió nada. Se mantuvo callada. Tenía las pupilas dilatadas, transpiraba alcohol. Su calzón yacía en el suelo, su cabello estaba totalmente despeinado. No era que no quisiera ocultarlo, todo era muy obvio. La situación era muy tensa.
- Este no es un hotel.
El aletargamiento que te deja el Xaxan al hablar se hizo presente. Malena había tomado una pastilla y media, así estaba a punto de quedarse dormida. Miriam, en cambio, había inhalado cocaína y estaba tensa. La situación era muy tensa. Pronto ambas empezaron a maldecir y a intercambiarse insultos. El punto cumbre llegó cuando Miriam le sacó en cara el abandono de su padre y la reciente partida de su hermana Verónica. Malena la abofeteó.
Miriam la miró a los ojos. Fue un momento de dramatismo absoluto. Llegando incluso al llanto, Malena se mostró sorprendida por la abrupta recuperación de sus instintos sicomotores. Miriam recogió su calzón del suelo y se fue. Malena supo entonces que aquello no era un sueño.

Buscó a su profesor. Con él mantenía un romance. Era un tipo algo mayor, que vivía solo en uno de aquellos departamentos de las Torres de Limatambo. Era un tío adicto a una cosa llamada Ritalin. Había estado enganchado a la cocaína un tiempo y entonces se había ido a la selva. Regresó tomando pastillas. Según él, era más seguro y más barato. Y más entretenido. Y todo eso. Pero el tipo (llamado Victorio, o Vittorio, o algo por el estilo) le advirtió que no le permitiría demasiados excesos. Nada de reuniones sin su presencia. Nada de chicos. Miriam asintió con la cabeza antes de recoger sus cosas. Esperó un día y regresó a su casa, en San Borja, cerca al Pentagonito, donde hay montón de árboles grandes que parecen secuoyas, y hay un monumento en forma de monolito en memoria a las víctimas del terrorismo. Recogió sus cosas una tarde gris de domingo, en la que Miriam sabía que su madre no estaría. Recogió sus cosas y se fue. Malena se quedó entonces absolutamente sola. Se dio cuenta de que su hija no volvería una tarde cuando entró a su cuarto, revisó sus cosas, y se dio conque faltaba ropa en su armario.
Miriam se dedicó días de incomprensible expectación a conversar con el profesor que había conocido en aquella academia donde estudió meses y meses. Miriam nunca ingresó a aquella universidad del estado. Sin embargo, su profesor, y algunos alumnos de por ahí, se divertían mucho e iban de fiesta en fiesta. Este profesor, finalmente, heredó un extraño departamento en las Torres de Limatambo. Y fue allí donde Miriam vivió unos meses. Se podía fumar con mucha tranquilidad durante las mañanas. Al viejo no le gustaba la marihuana (no, desde que se fue a la selva) pero él no estaba, por lo general, durante las mañanas. Seguía dictando clases en aquella academia tan extraña. Miriam hacía las compras. A veces la iba a visitar Roxana. Ambas cocinaban algo (Roxana había estudiado también en aquella academia, y había tenido, también, algo con aquel profesor adicto al Ritalin) podían cocinarle, digamos, algo de macarrones con queso o, en el peor de los casos, huevo frito con lechuga y cebolla, y algo de arroz recalentado en el microondas. En pocas palabras, a Vittorio le venía mejor comerse algo en el restaurante de la esquina.
Fue entonces cuando, caminando de aquí para allá, entre micro y micro (creo que Miriam y Roxana regresaban de hacer unas diligencias en el centro de Lima, en el Averno o algún lugar de Barrios Altos) entre callejuela oscura y barrio marginal, conoció a Lili. Ella estaba sentada, con las piernas bien juntitas, mirando a unas monjas que se susurraban cosas al oído y cargaban cuadernos forrados de negro, con letritas blancas que rezaban: EL SANTO CATEQUISMO, o algo por el estilo. Fue cuando Miriam le habló. Y quizá, muchos meses después, en retrospectiva, ella se arrepentiría mucho de ello. Y con justa razón. Porque hablarle a Lili, llevarla a su casa, hacerle el amor, sin pensar ni siquiera en las posibles consecuencias de una mentira piadosa, fue mala idea. Miriam enamoró a Lili hasta el tuétano. Y quizá, dos años después, en retrospectiva, Miriam pensará que aquello no fue tan malo, que en el fondo, Lili era una persona más o menos especial.
El caso es que Roxana siempre le dijo a Miriam que Lili estaba loca. Que además no era bonita (pero a Miriam, en el estado en que se encontraba, ya no sabía diferenciar qué era bonito y qué no) y es que Lili no era bonita. Tenía una nariz grande, unos ojos saltones, y un cuerpo macetudo. Tenía, además, una personalidad lésbica tirada a lo macho. Un carácter fuerte, de pocos amigos, de hablar mucho con nadie y usar polos grandes y jeans sueltos, púas en las muñecas y púas alrededor del cuello. Y Roxana le decía: estás en un error Miriam, estás en un grave error.
Fue cuando una tarde caliente de enero, mientras Roxana le teñía el pelo a Miriam (ambas lucirían igual, tendrían el cabello corto, pintado de rojo) y mientras todo el departamento lucía por igual rojo, y ambas tenían enormes y gordos canutos de marihuana entre los dedos, llegó Amín, el mejor amigo de Roxana, que hacía malabares con ella. Y él trajo a su otro amigo gay. Y éste trajo a su boyfriend. Y entre todos compraron cerveza.
Entonces el departamento estaba teñido por una luz rojiza, luz de enero, luz de alguien que vive sola en el departamento de su profesor de academia, y fuma marihuana en su ausencia. Luz de: todos mis amigos gay y yo nos divertimos a expensas del viejo, e incluso me tiro a una chica que prácticamente no conozco y me tiño el cabello de rojo, o mejor dicho: mi mejor amiga me tiñe el cabello de rojo. Algo que, era muy cierto, en vista de que Roxana, de cabello corto y castaño, de ropa hippie y malabares, de vida moderna, libertinaje y exceso. Se reía. Se reía tanto esa mañana de enero de 1998 mientras le teñía el pelo a Miriam, en frente de Amín, y de todos esos chicos guapos, venidos a menos, con el mejor estilo electrónico gay de Lima. Fue cuando Lili llamó.
- Hola, Lili. ¿Como va todo?
Le dijo que no viniera: no, Lili, no vengas, que las Torres de Limatambo están lejos de tu hogar, que en este momento estoy con unos amigos que no conoces y que quizá, probablemente, nunca conocerás.
Fue cuando Lili, luego del asombro inicial, reaccionó:
- Vamos, Miriam, ¿qué sucede?
Miriam movió su cabeza sentada en una silla, frente al espejo del baño. Tenía una toalla incaica alrededor del cuello y su pelo era una cosa húmeda, y tenía un montón de espuma blanca encima. Alrededor. La habitación se llenó de humo. El sol continuó asechando por la ventana de cortinas corridas. Deshizo en pedazos una caja de cereal olvidada encima de la nevera. Alguien la cogió y le dio un mordisco. Todos rieron.
- Miriam, ¿con quién estás?
Roxana le dijo al oído:
- Deja eso. Vamos a tomarles fotos a nuestras vaginas.
Y eso hicieron.